Lc 7, 36-8,3:
Ungir los pies de
Cristo con nuestro arrepentimiento.
Jesús aceptó la invitación a comer de “un fariseo”.
¿Quiénes son los
fariseos? Eran un grupo de judíos en la época de Jesús que se tenían por
los más buenos y cumplidores de la Ley. “Fariseo” quiere decir “separado”.
¡Somos mejores y conocemos la Torah mejor que nadie! – decían. Pusieron tantas
leyes envolviendo los Mandamientos, que era imposible cumplir. En total
elaboraron 613 normas, 248 preceptos y 365 prohibiciones. Chocaban con
frecuencia con Cristo.
¿Por qué éste fariseo
puso tanto interés en que Jesús fuese a comer a su casa? Nadie lo sabe,
pero aquella casa olía a rancia, a orgullo, a soberbia y una pecadora la
perfumará con su arrepentimiento, con su corazón contricto hecho visible en
perfume y lágrimas sobre los pies de Cristo.
Jesús, a través de una pecadora, pone en la casa de este
fariseo buen olor y luz. El buen olor del arrepentimiento y la luz del perdón
de los pecados.
El perdón es luz, el arrepentimiento perfume. ¿Quién de
nosotros no necesitamos las dos
cosas?
Un ciego fue a la casa de un amigo a cenar. El ciego iba por
la calle con una linterna encendida. El amigo le preguntó: “Tú eres ciego. ¿Por
qué llevas linterna si no te sirve para nada?”. El ciego le respondió: “A mí no
me sirve para nada, pero a los demás sí, pues así evito que se tropiecen
conmigo y caigan”.
¡Qué extraordinario! Hay que evitar caer, caer en el pecado,
pero también evitar que los demás caigan por nuestra culpa. un cristiano
normal, como nosotros, tenemos que ir por la vida iluminando oscuridades y
evitando ser causa de tropiezo. ¡Que nadie sea menos bueno por nuestra
influencia!
“Debemos pensar frecuentemente
los pecados que cometimos: al recordarlos, llorar; y llorando, borrarlos” (San
Gregorio Magno).
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal
manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te
amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te
quiera,
pues aunque lo que espero no
esperara,
lo mismo que te quiero te
quisiera.
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