30 T.O.
(27 Octubre)
Lc 18, 9-14
“Ten compasión de mí,
que soy pecador”
El primer paso para
acercarse a Dios es la humildad, la sinceridad de corazón y el
reconocimiento de los pecados. ¿Quién puede presentarse ante Dios diciéndole:
“Soy tan bueno, hago tantas cosas, soy tan
cumplidor, que soy merecedor de tu
amor y de cuanto te pida”?
Dicen que todos tenemos un precio, y es verdad. Hasta Dios
se deja comprar. ¡Cómo! Usted llega ante Dios, le pone a sus pies el corazón y
le dice que siente haberle ofendido y que le ama a pesar de tantas ofensas, y
Dios le abraza y olvida las ofensas.
El fariseo del Evangelio no habla con Dios, habla consigo
mismo, se escucha a sí mismo. No le da gracias a Dios por su ayuda para ser
bueno, sino “por no ser como los demás”. Dios le podría haber preguntado: “¿No eres como los demás por tus propias
fuerzas o por las gracias que yo te concedo?”. Seguro que el fariseo
hubiese respondido: “Yo, yo lo he conseguido”.
Recordemos las palabras de la Virgen María en el Magníficat:
“Dios derriba a los soberbios de sus
tronos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 52).
El fariseo rezaba con los labios, pero no con el corazón.
El fariseo ayunaba de alimentos, pero no de orgullo.
El fariseo cumplía las leyes, pero no con el precepto del
amor.
Recordemos la tragedia del Titanic, el baro que “ni Dios
podría hundirlo”.
Al subir a bordo del Titanic, un sacerdote lituano llamado
Jonzas recibió una tarjeta blanca que le daba derecho a un puesto en los botes
salvavidas en caso de peligro y tener que abandonar el barco. Ocurrió la
catástrofe y a punto de subir en un bote salvavidas oyó los gritos desesperados
de un padre de familia numerosa. El sacerdote se acercó y le dijo: “No llore, tome mi tarjeta y ocupe mi lugar”.
Los testigos presenciales contaron que el sacerdote se hundió con el barco,
dando la absolución al resto de los pasajeros que se hundían con él.
Dio la vida dio el perdón. El sacerdote Jonzas, abrió las
puertas del Cielo, pues en su corazón llevaba las palabras y promesas de
Cristo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” “Quien
pierda la vida por mí, la recobrará”.
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El fariseo era
un narcisista. Su espejo era su “cumplimiento” de la ley.
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El pecador, era un hombre débil, pero su espejo era el
amor de Dios, y por eso se sentía indigno hasta de levantar la cabeza.
¿A quién se parece usted?
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