2 Pascua. 12 de abril.
Jn 20, 19-31
“Paz a vosotros”. ¿Somos
personas de paz? ¿Acogemos la Paz de Cristo o somos como santo Tomás,
incrédulos ante lo que no vemos o palpamos?
La suave mirada de Cristo crucificado
En el año 1884 el Gobierno francés dio orden de que las imágenes de
Cristo Crucificado fueran quitadas de las escuelas. Eran días de persecución
religiosa. Un joven fanático e impío iba él mismo de escuela en escuela
arrancando violentamente las imágenes, las tiraba al suelo con verdadera furia,
y las pisoteaba. Allí quedaban rotas y aplastadas las figuras de Cristo.
Este joven tenía una madre piadosa y buena, que no cesaba de rezar por
la conversión de su hijo.
Un día llegó el joven impío a una escuela, donde encontró un crucifijo
empotrado en la pared. Como no podía arrancarlo, cogió un pesado tronco y con
violentos golpes empezó a destruir la sagrada imagen. En esta labor estaba
cuando, de repente, el joven sufrió un ataque de corazón, cayendo al suelo sin
sentido. Lo cogieron y lo llevaron a su casa. El dolor de la pobre madre fue
inmenso al ver el estado lamentable de su hijo. La gente murmuraba que había
sido un castigo de Dios.
Llegó el médico y diagnosticó que recobraría el sentido, pero que un
segundo ataque le quitaría la vida.
La madre, ante la gravedad de su hijo, pedía a Dios la salvación eterna
de su alma. Y mandó llamar a un sacerdote.
El joven despertó del ataque. Al ver al sacerdote dijo que quería hablar
con él y también con su madre. Se acercaron en silencio y el joven les dijo: «Madre,
dé gracias a Dios por su misericordia para conmigo». Y les contó cómo estando
furioso dando golpes al rostro del Señor, le pareció que la cara de Cristo se
movía. Esto le encendió más en ira y siguió con más saña destrozando la imagen.
De pronto, los ojos de Cristo le miraron con tal expresión de ternura y amor
que el joven quedó perplejo, con el tronco levantado. Sintió una pena tan
grande por lo que había hecho que, arrepentido de su bárbara impiedad, se le
cayó el tronco de las manos. Dio un grito pidiendo perdón a Cristo, y en aquel
instante fue cuando le sobrevino el ataque al corazón.
No había sido castigo de Dios. Habla sido misericordia de Dios. Suplicó
al sacerdote que le perdonara sus pecados. El sacerdote, en nombre de Dios, le
absolvió de todos ellos. El joven cerró los ojos y con la paz y la gracia en su
alma quedó muerto.
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