domingo, 20 de septiembre de 2015

La Homilía de Don Julián para el domingo 20 de septiembre de 2015

Las lecturas de hoy nos advierten de un pecado que ensucia la mente y el corazón. Es la envidia. En el libro de la Sabiduría (2, 17-20)quieren eliminar al hombre justo porque les hace sentirse mal”. El apóstol Santiago (3, 16-4, 3) identifica la envidia como fuente de conflictos y de guerras.
La envidia es un deseo de ser superiores a los demás y nos conduce a la tristeza cuando vemos a los demás con más fortuna, mejor trabajo, más atractivos. La envidia nos empuja al odio.
En la “Divina Comedia”, Dante describe una cura para la envidia. Cuenta de una señora llamada Sapia que estaba tan llena de envidia que se alegraba de la caída en desgracia de su pueblo pues así veía arruinados a los que ella odiaba. Luego se arrepintió y al morir tuvo que pasar un tiempo en el purgatorio. Y para salir de él, ella con los ojos vendados, tuvo que poner su mano sobre el hombro de otra persona para encontrar el camino que conducía al Cielo. ¡En vez de envidiar aprende que necesitas a los demás!


Todos, por dioses que nos creamos, dependemos de Dios aunque como Buen Padre nos da libertad. Pero nunca nos falta su amor. Y todos dependemos de todos. Depender sí, dependencia no. Un verdadero cristiano tiene:
-         Seguridad en sí mismo para permanecer sólo.
-         Coraje para tomar decisiones difíciles.
-         Audacia para vivir la vida con amor y pasión.
-         Ternura para escuchar y socorrer las necesidades de los demás.
Un abuelo le decía a un nieto:
-         Dentro de nosotros llevamos un lobo y un ángel. El lobo está siempre enfadado, es envidioso y vengador. El ángel está lleno de amor y compasión.
El nieto preguntó:
-         “Abuelo, ¿cuál es el más fuerte de los dos?”.
El abuelo respondió:

-         “Aquel al que alimentemos”.

Isabel de Hungría se quitó en la iglesia, ente la cruz del Señor, el aro de oro que ceñía sus sienes y que era el adorno propio de su rango. Por ello la reprendió su suegra, más ella le contestó:
“Cristo, nuestro Señor, fue coronado con corona de espinas. ¿Cómo, pues, he de arrodillarme yo ante su imagen con corona de oro? No sería digno”.

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