sábado, 2 de julio de 2011

HACE 75 AÑOS







El 29 de junio, como todos los años, la Iglesia ha celebrado la festividad de los Santos Pedro y Pablo, que además de otros títulos fueron mártires, pues fueron muertos por causa del testimonio de su fe y murieron perdonando a los que los ejecutaban.
El 30 de junio, también como todos los años, la Iglesia ha conmemorado a los innumerables mártires habidos durante las persecuciones de los diferentes regímenes de la Roma Imperial. Efectivamente, no tienen nombre pero si se sabe que su número es incontable y que su sangre constituye la fecunda semilla de la Iglesia.
Y esas dos celebraciones dan paso al mes de julio en que recordaremos, no se sabe si todos los años, a los mártires de la persecución religiosa en España que alcanzó, hace 75, su máxima virulencia.
No hay cifras concretas y exactas, pero sí puede afirmarse que fueron cerca de diez mil, entre obispos, sacerdotes, consagrados de ambos sexos y seglares los torturados y muertos por el simple hecho de ser católicos y dar testimonio público de su fe.
Parecía que el tiempo transcurrido permitiría pensar que el perdón había cubierto con su manto protector a la tragedia y que la Iglesia Católica, más libre que nunca de trabas políticas y en uso de su soberanía ideológica podría rendir el homenaje debido a quienes no dudaron en ofrecer su vida a cambio de dar testimonio público de su fe. Efectivamente, los sacrificados murieron perdonando a sus ejecutores y, por tanto, también la Iglesia militante, todos cuantos formamos en ella, de modo semejante a aquellos, no se han cuestionado otorgar su perdón sincero a todo lo pasado.
Así se hizo posible que después de la conclusión en los últimos años del siglo XX de algunas causas, se intensificara la investigación y estudio de otras que dieron como fruto numerosas beatificaciones en los primeros años del XXI.
En especial las Congregaciones religiosas han puesto un especial celo en que los mártires de sus consagrados, entre los que por cierto hay numerosos postulantes o seminaristas que llaman más aun la atención por su juventud, hayan visto reconocido oficialmente su martirio y hayan sido elevados a los altares. Y esto tanto para las órdenes masculinas como para las consagradas femeninas.
Por el contrario todavía queda una gran mayoría de mártires, sacerdotes, seminaristas diocesanos y seglares cuyas causas progresan cada día más lentamente, los necesarios testimonios van desapareciendo, y el fervor y el entusiasmo por tales causas, aun al más alto nivel de cada Diócesis, va enfriándose paulatinamente.
Continuará el goteo de las beatificaciones pero finalmente quedará un resto al que quizás un día la Iglesia celebre su glorificación de forma global e innominada como se celebra a los mártires de la época romana.
Entretanto seguiremos tratando de extender el conocimiento de quienes nos conmovieron con su ejemplo y pediremos su intercesión para que se fortalezca nuestra fe de manera que si un día tuviéramos que dar testimonio público de ella, siguiendo su ejemplo, no dudáramos en hacerlo.
Pediremos también por los responsables de las causas de beatificación, para que encuentren las fuerzas necesarias para proseguir su dura labor y que su entusiasmo no decaiga hasta alcanzar la mayor Gloria de Dios con las beatificaciones de los mártires.




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